La ficción es un mundo habitable

El día había comenzado ya para nosotros, pero aún estaba oscuro, hacía frío, era in- vierno. Los motores de los coches tosían camino del trabajo, las luces azuladas de al- gunas cocinas estaban encendidas. No había despertado del todo el día, y no habíamos despertado del todo nosotros cuando llega- mos a la parada del autobús: era como si los sueños de anoche se hubieran quedado pega- dos en nuestros párpados. No había ganas de charlar. No había nada mejor que encender un pitillo para que el autobús viniera ense- guida. Izibene parecía te- ner los párpados pe- sados, por el peso de los sueños, o por falta de sueño. Se enroscó como un erizo en el asiento, y se durmió enseguida. Antes de caer dormida, su la- bios dibujaron una sonrisa cariñosa, o al menos eso me pareció a mí en aquella ven- tana convertida en espejo por la oscuridad de la mañana. Yo estaba tan rígido como la estatua de un dictador cuando el sueño me sorprendió. Y en mi sueño, el autobús no se paraba nunca, y llevaba a mi lado un erizo, y nada me daba miedo.


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