Giros de prueba, futuros posibles

A la débil luz de un atardecer a finales de agosto, unos treinta jóvenes estaban en cuclillas sobre el suelo embarrado junto a un control de la policía en Pyeongtaek, lanzando miradas de reproche a los cientos de policías antidisturbios y soldados, cuyo número aumentaba por cada minuto que pasaba. En contraste con el tremendo despliegue de los guardias militares, el grupo, con el añadido de tres extranjeros, era físicamente un frágil cuerpo de individuos «desarmados» cuya conciencia y sentido de la comunión, no obstante, estaban justamente empezando a expandirse gracias a la extrema tensión de la situación. Pese a sentir aún el punto de nerviosismo derivado de la confrontación con la policía y la prohibición que tenían de entrar en la aldea, Daechu-ri, el grupo logró mantener reuniones y entrevistas con gente de allí y activistas que habían aguantado en una protesta que duró más de dos años contra el plan de relocalización y expansión de bases norteamericanas en Corea del Sur. Al mismo tiempo, los vastos campos verdes de arroz de aquella aldea rural, famosa por su arroz, estaban siendo convertidos en un basurero, para después ser transformados en base militar.


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