La traducción, el albergue de lo lejano

El traductólogo francés Antoine Berman nos invitó a considerar la traducción como hostal o albergue de lo lejano1, trayendo a la mente las palabras del trovador medieval Jaufré Rudel (l’ostal de lonh). Entre los cientos de definiciones que se han hecho de la traducción no es la que menos juego da; de hecho, el traductor y el intérprete han ayudado a superar la barrera que impone la lejanía ya desde el oscuro amanecer de la humanidad. En palabras de Santiago Kovadloff, la capacidad para traducir es «un don facultador de cercanía»2, que convierte al otro en prójimo, y traducir es ofrecer a los demás la maravillosa singularidad del vecino, ya que de otro modo no podrían disfrutar de ella. Por tanto, presenta a la traducción como un servicio que fomenta la convivencia, pues ésta es la buena nueva que nos comunica: además de reconocer que el mundo del otro no es inescrutable, nos dice que es algo que nos interesa también a nosotros, en la medida en que desvela lo que somos.


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