67 Paisajes Ciegos

Zehar #67

67 Paisajes Ciegos

Antonie van Leeuwenhoeck nació y vivió en Holanda en el s. XVII. No cursó estudios superiores y trabajó de portero en el Ayuntamiento de la ciudad de Delft. Pero en sus horas libres Leeuwenhoeck adquirió una afición especial a pulir y trabajar pequeñas lentes. Era tan intenso el vínculo con aquel pasatiempo que, con el paso del tiempo y corrigiendo errores, mejoró sus herramientas y consiguió que los pequeños cristales elaborados por él ampliasen hasta 300 veces los objetos. No inventó el microscopio, ya que aquel instrumento fue inventado unas décadas antes por Galileo Galilei según algunas opiniones, y por Zacharias Janssen según otras. Antonie, carente de todo conocimiento científico y guiado solamente por la curiosidad, fue el primero en observar cosas nunca vistas: por ejemplo, los glóbulos de nuestra sangre o los espermatozoides de algunas especies, así como los protozoos y bacterias que viven en el agua. En definitiva, tomando y mejorando la tecnología óptica ya existente, descubrió por primera vez el paisaje microbiológico que hasta entonces había sido algo desconocido para el ser humano.

Definimos el paisaje como la extensión de tierra o espacio que se aprecia desde un lugar dado. Tomando esta definición en sentido literal, toda acepción y definición de paisaje se basa inexorablemente en el sujeto que observa y el objeto que es observado. Sin esos dos elementos, pese a que el espacio permanece, no hay paisaje. Por tanto, es lícito decir que el paisaje es un constructo cultural, porque en última instancia es una manera subjetiva más de representar nuestro entorno. En ese sentido, no andaremos descaminados si decimos que durante los últimos 200 años las tecnologías que empleamos para analizar nuestro entorno han difuminado la frontera, ya vaga de por sí, existente entre realidad y representación, por una parte dando al paisaje una veracidad –credibilidad– que no le corresponde, y otras veces proponiendo ejercicios incesantes para idealizar nuestro espacio vital. Muchos de esos ejercicios han condicionado de forma irremediable la propia idea de paisaje; más aún, a menudo los hemos convertido en herramientas indispensables para comprender nuestro entorno.

Así como podemos decir que Leeuwenhoeck inventó con sus lentes la microbiología, podemos decir que, gracias a las posibilidades que nos ofrece la microfonía para analizar y comprender de modo más preciso los sonidos que componen nuestro entorno, hemos ido inventando y mejorando el concepto de paisaje sonoro. Y eso no es más que un ejemplo, ya que podemos encontrar similares analogías en todos los aparatos que llevamos en el bolsillo.

No obstante, cuando como consecuencia de las tecnologías digitales hemos empezado a utilizar conceptos como realidad aumentada, virtual o interactiva, nos cuesta determinar qué es y qué puede ser el paisaje, porque aún no somos capaces de imaginar cuántos paisajes nuevos van a permitirnos conocer todos esos inventos, es decir, de pensar cuántos panoramas y lugares de escucha nuevos van a traernos. Pero antes de obcecarnos con una apología candorosa de la tecnología, se nos presenta como ejercicio indispensable analizar la relación que creamos con la tecnología, de manera especial con los aparatos que aceptamos y utilizamos para comprender nuestro entorno. En ese sentido, José Luis de Vicente, en el artículo del ejemplar que tienes en las manos, sugiere que mantener la capacidad colectiva de improvisar con la tecnología puede convertirse en una pelea fundamental. O sea, acepta las representaciones prediseñadas en ese salto del espacio al paisaje, pero reivindica la capacidad de jugar con la tecnología, poniendo de nuestro lado los desacuerdos que surgen entre esos dos usos y buscando así nuevos paisajes auténticos. Precisamente lo que hizo Leeuwenhoeck hace varios siglos.

Los textos y sonidos que vas a encontrar en las siguientes páginas hablan del paisaje y de la perspectiva partiendo de experiencias variadas y contrapuestas, sean de la ficción, de diarios personales, de las atalayas que ofrecen la historia o la filosofía, o de los oídos puestos en las fronteras a las que no llega nuestro sentido del oído. En suma, junto a la rígida representación del paisaje oficial, hablan de una serie de paisajes ciegos.


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